El estremecedor rugido que retumbó en los
bosques rompió el apacible silencio que hasta ese momento reinaba, y los
pájaros cercanos a su procedencia alzaron el vuelo, asustados. Los centinelas
apostados en la frontera oeste de Aatilvar se levantarton como un resorte de
sus asientos y agarraron sus armas, arcos largos. Sus ojos percibieron a lo
lejos el movimiento de alguna enorme bestia que avanzaba entre los árboles,
golpeándolos con su abominable cuerpo y consiguiendo derribar a algunos.
Zsek salió de su puesto de vigilancia en la
atalaya construida sobre un alto roble. Desde su ventajosa posición, pudo ver a
la criatura; una Ajena, como se temía, salida del Gran Árbol y que debía de
haber escapado a la purga del Guardián. Tras ella cabalgaba en sus Salyari
aatilvanos, corceles de crianza élfica, altivos y hábiles, capaces de moverse
por el frondoso bosque con soltura y esquivando los numerosos obstáculos, un
reducido grupo de la milicia armado con lanzas.
-¡No la dejéis salir de los bosques!
¡Abatidla! –gritaba un soldado, que debía de ser quien estaba al mando, por
encima del escándalo.
Espolearon a sus monturas y clavaron sus armas
en los costados y la espalda de la Ajena, pero ello no la frenó. Quienes
estaban más lejanos, alzaron sus brazos y arrojaron las lanzas con una
precisión asombrosa, que se le clavaron en el lomo y en el grueso cuello, pero
eso no hizo más que enfurecerla.
La mole dio entonces un repentino giro y
arremetió contra los soldados. Uno de los caballos, con jinete incluido, se vio
arrojado por los aires y terminó su vuelo empotrándose contra un árbol, que se
quebró con la fuerza del impacto. Otros muchos miembros de la caballería
cayeron y rodaron por los suelos, quedando inertes. Los rezagados tiraron de
las riendas, queriendo frenar y apartarse de la colérica criatura, mas
rápidamente ella los embistió y derribó.
Antes de que los supervivientes a tan brutal
ataque pudieran reorganizarse, la Ajena reemprendió su huida hacia los límites
de Aatilvar.
-Parece que aquí termina mi descanso… -susurró
Zsek para sí, tomando su fina espada larga-. ¡A las armas! –gritó entonces a
sus hombres.
Los Silàs obedecieron. Su número en esa parte
de la frontera era escaso, un pequeño grupo apostado allí para perseguir a las
Ajenas que consiguiesen salir a la extensa llanura de Meriand que se extendía
más allá.
-¡Maestro Vasilàs! –llamó uno de ellos.
Oiandeth, el más hábil del grupo, convertido en aprendiz del propio Zsek por la
recomendación del Guardián-. Los ataques convencionales no parecen afectar a
esa cosa, y tiene una fuerza arrolladora. Mis compañeros y yo nos preguntábamos
qué estrategia podríamos seguir.
-Así que ahora trabajas de recadero, ¿eh? –le
respondió el líder elfo con una sonrisa-. No sois novatos, deberíais tener un
poco más de inventiva. Simplemente no dejéis que os coja, nosotros deberíamos
ser más rápidos. ¡Seguidme!
Zsek descendió del alto roble con pasmosa
destreza, descolgándose de una cuerda de cáñamo atada a una de las vigas de
madera de la atalaya.
Cuando la Ajena pasó fugaz como una exhalación
junto al roble, el Vasilàs pudo contemplarla en toda su plenitud. Imponente,
erguida debía de tener un tamaño superior a los diez pies de altura. Dos
enromes y gruesos brazos de marcada musculatura salían de su torso, con los que
se impulsaba para correr y ayudar a sus pequeñas pero igualmente fornidas
piernas. Su piel era negra como la noche, correosa y aceitosa. Unos malévolos
ojos rojos brillaban en un rostro que recordaba al de un sapo, y en su amplia
boca destacaban dos filas de grandes y afilados colmillos, quizá demasiado
grandes como para ocultarlos tras sus gordos labios, haciéndole parecer esbozar
una perpetua e inquietante sonrisa.
Zsek silbó al alcanzar la tierra, y un corcel
pálido salió de la espesura en su busca, al trote. Sin que éste se detuviese,
el elfo saltó contra uno de sus costados y montó sobre la silla en su grupa,
lanzándose a la persecución.
Tras él, otros Silàs, entre ellos Oiandeth,
repitieron sus acciones y cabalgaron a su lado.
Los centinelas, desde las copas de los
árboles, descargaron precisas flechas con sus arcos en constante sucesión, pero
estas quedaron prendidas de la blanda y grasienta piel del monstruo sin
causarle daño aparente.
-¡Parece tener una buena capa de grasa! Será
más difícil que cazar un oso –comentó uno de los cinco miembros del grupo de
Zsek allí, que tenía la cicatriz dejada por una zarpa de oso en su mejilla
izquierda.
-Entonces quizás deberías retirarte ahora,
Ellien, está visto y demostrado que cazar osos no es tu fuerte –bromeó Zsek.
-Oh, me subestimas, Vasilàs. Si por mi cara
piensas que salí perdiendo, deberías haber visto cómo quedó el otro.
-Por todos es sabido –habló entonces otro de
ellos, Baios, un fornido guerrero- que esas cicatrices te las hizo la última
mujer a la que intentaste cortejar, para hacerte comprender su negativa.
-Esas son las de la espalda, y lo que
pretendía era marcar su territorio.
Todos rieron, excepto Niedah, la componente
femenina de la compañía, que picó espuelas y aceleró su marcha.
-Disculpadme, pero prefiero entrar en batalla
contra eso antes que seguir aguantando las fantasmadas de Ellien.
-Apoyo la moción –comentó Oiandeth, siguiendo a
Niedah.
-La pobre está celosa –dijo Ellien con una
sonrisa, encogiéndose de hombros.
De un gran salto, la Ajena cruzó la última
línea de árboles que marcaban la frontera de Aatilvar. Más allá, los árboles se
volvían más dispersos y a menudo eran reemplazados por tocones, donde las razas
que no pertenecían al bosque los habían talado.
Los caballos de raza aatilvana no sólo se movían
bien entre los bosques, sino que en campo abierto demostraban ser poseedores
de una gran velocidad. Apretando el paso, acabaron por dar alcance a la
criatura.
Ellien se adelantó, aferró su arco corto y
disparó varias veces, con el mismo resultado que los centinelas. Luego, guardó
el arco a un lado de su silla de montar y, desenvainando un largo cuchillo,
saltó contra un costado de la Ajena, clavándoselo y aferrándose con la otra
mano a una de las flechas para no caer.
Ella rugió enfurecida y viró a la izquierda,
hacia donde estaba su atacante, girando su enorme cabeza para intentar morderlo
con su gigantesca boca. Antes de poder conseguirlo, Baios la embistió con su
lanza por delante, atravesando la piel de su mejilla y apartándola de su
compañero.
-¡Demasiada inventiva! ¿Qué habría pasado si
no hubiese estado yo para salvarte el culo?
-¡La habría matado desde su estómago!
Baios soltó una risotada y arrancó su lanza,
desgarrando.
Niedah avanzó entonces por la derecha hasta
posicionarse delante de la Ajena, y se giró en su silla para encararla. De su
cinturón extrajo varias dagas arrojadizas que fue lanzando contra su rostro, en
un intento de acertarle a los ojos y cegarla. En plena cabalgada, sólo una de
las armas dio en el blanco, lo que provocó una frenada brusca del objetivo del
ataque.
Zsek, que galopaba detrás, se vio obligado a
tirar de las riendas y redirigir a su cabalgadura hacia un lado. Aprovechando
la inercia, saltó de su asiento para caer sobre la amplia espalda del engendro,
la cual recorrió con rápidos y cortos pasos, manteniendo increíblemente el
equilibrio. Se posicionó sobre sus hombros, alzó la espada e intentó ponerle
fin a su existencia de un seco tajo en la nuca. Pero el ser se alzó y se
irguió, haciéndolo perder pie y abortar el ataque, teniendo que soltar la
espada y rodear con los brazos su cuello para mantenerse allí. El monstruo
blandió sus largas extremidades a un lado y a otro, barriendo con ellos el
terreno a su alrededor, y consiguió derribar los caballos de Baios y Niedah. Esta
última rodó por la verde extensión de tierra hasta golpearse la cabeza con un
tocón y quedar inconsciente. El guerrero, por otro lado, quedó atrapado bajo el
peso muerto de su montura.
Oiandeth rodeó el cuerpo monstruoso y se plantó
frente a él, empuñando una retorcida daga negra. Entonces cargó hacia delante e
intentó apuñalarlo en el corazón, con tan mala suerte que el arma quedó
incrustada entre las costillas.
La Ajena rugió, lo que provocó que el caballo
de Oiandeth, por valientes que fueran en batalla los Salyari aatilvanos, se
asustara y encabritara, dándose a la fuga.
Con vía libre, la Ajena volvió a agazaparse y
echar a correr.
-¡Ellien, acabemos con ella ahora! –rugió Zsek
ayudándose de una de las lanzas clavadas por la caballería de la milicia en la
zona del cuello para alzarse.
-¡Ya casi está!
Ellien arrancó el puñal de la carne y volvió a
clavarlo, repitiendo la operación varias veces hasta que en una de ellas la
flecha en la que se sostenía se soltó y sus pies se resbalaron por la
escurridiza piel. Cayó al suelo, y la bestia lo pisoteó al pasar por encima.
Zsek hizo una mueca ante el desagradable
espectáculo y miró atrás un momento. Esperaba que eso no hubiese matado a su
subordinado. Ya habría tiempo para ayudar a los heridos o llorar a los muertos
cuando esto hubiese acabado.
Se posicionó sobre el hombro izquierdo, donde
el ser no podría verlo debido a que era el lado en el que una de las dagas de
Niedah había acertado en el ojo. Se descolgó desde allí, aferrándose con una
mano al labio inferior de una boca que permanecía abierta debido al constante
jadeo que la fatiga de su carrera le estaba produciendo, y alcanzó así con la
otra la daga que sobresalía de su pecho allí donde Oiandeth la había dejado
clavada. La aferró y se impulsó con ambos pies para tirar y desclavarla, y
aprovechó el bamboleo del trote para coger impulso, balanceándose desde el
labio, y dar mayor fuerza a la puñalada que le asestó con la precisión
necesaria para alcanzar su órgano central. Hecho esto y dando por segura su
muerte, Zsek se soltó y cayó al suelo, encogiéndose hasta hacerse un ovillo y
rodar sobre sí mismo para minimizar los daños. Pasó entre las piernas de la
Ajena, evitando correr la misma suerte que Ellien. Ésta emitió un último y
desgarrador rugido, y luego se derrumbó hacia delante, arrastrando por el suelo
por la inercia.
Zsek se quedó tendido cuan largo era durante
un buen rato, con la respiración acelerada y tratando de serenarse. Apartó el
cabello rubio de su rostro y permaneció mirando al cielo.
Los cascos de un caballo retumbaron en la
tierra poco después, y Oiandeth, que había conseguido controlar a su corcel, se
aproximó y desmontó, arrodillándose junto a su maestro.
-¿Estás bien?
-Sí, todo controlado…
Le tendió una mano y lo ayudó a levantarse.
-¿Seguro que está muerta?
-Le atravesé el corazón con tu daga, dudo que
sobreviva a eso.
-Mi daga… ¿Dónde está? -preguntó con
impaciencia y nerviosismo- ¿La tienes tú?
-Debe de haberse quedado clavada, tranquilo.
Oiandeth caminó con amplias zancadas hasta el
gigantesco cuerpo yacente y empujó con fuerza para intentar darle la vuelta.
Apenas consiguió moverlo un poco, pero fue suficiente para revelar la
empuñadura del arma.
Zsek llegó a su lado y contempló el objeto con
sus verdes ojos entrecerrados, como si fuese la primera vez que la veía
realmente.
-¿De dónde has sacado eso?
Oiandeth la arrancó del pecho con premura e
intentó ocultarla entre los pliegues de sus ropajes. El filo no parecía
ensangrentado, si no más bien recubierto de una extraña sustancia vaporosa y
azulada.
-¡Oiandeth, te ordeno que me dejes verla!
El aprendiz, tembloroso se incorporó y apartó
la daga de su cuerpo, tendiéndola hacia el maestro y mostrándola. Ésta era de
un intenso color negro, con destello azules allí donde le impactaba la luz. La
hoja era serpenteante y la empuñadura estaba decorada por una piedra preciosa,
posiblemente un zafiro.
Zsek alargó la mano para sujetarla… y entonces,
sin previo aviso, un furibundo Oiandeth se abalanzó sobre él, asestándole una
certera cuchillada en el pecho.
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